Jean Rush se dirige a la cita con su novela, Los ejércitos de los robots tecnológicos, bajo el brazo. Ha recibido una carta de una admiradora que le ruega una cita para conversar sobre su libro. Firma como Charlot. ¿Será francesa, tal vez? A pesar del medio millón de ejemplares vendidos, Jean Rush sigue siendo un hombre sencillo y no duda en acudir.
Se sabe la estrella del encuentro, pero no se hace esperar. Cuando llega a la plaza, otea cada mesa de la cafetería y no encuentra ninguna mujer impaciente, oculta tras su novela abierta. Mira su reloj: pasan siete minutos de las seis. Suspira, algo desairado. Enseguida supone que cualquier contratiempo habrá impedido a su admiradora ser puntual a la cita. Los minutos pasan y nadie más llega a la terraza. ¿Acaso la vergüenza habrá vencido a la mujer? ¿O, quizá, su leve retraso de siete minutos le hizo suponer que no aparecería y la pobre huyó a su casa, sintiéndose ignorada?
Este pensamiento se ve interrumpido al localizar su novela sobre una de las mesas. Bajo un grasiento cruasán. Solo una servilleta, casi traslúcida, impide la masacre de su portada. Pero otro detalle hace que la aceleración de su pulso desemboque en un paro momentáneo: el propietario del libro no es una tímida jovencita gala sino un orondo hombre octogenario. Antes de que sus piernas reaccionen, el desconocido alza la vista y frustra su huida:
–Por fin llega, señor Rush.
–¡¿Charlot?!
–El mismo.
–Disculpe mi sorpresa, pero su nombre me hizo pensar que se trataba de una mujer.
El hombre ríe hasta encanarse. El rictus de Jean Rush se acentúa.
–¡Oh, vamos! Menudo lapsus ortográfico, señor Rush. Mi nombre es Charlot, no Charlotte. Además… Es usted autor de ciencia ficción, ¿de verdad cree que una mujer querría citarse con usted? No eligió el mejor género para despertar la libido femenina, ni siquiera la profesión, siento decirle. Creí que elogiar su obra sería suficiente reclamo para que acudiera a mi llamada. Si buscaba un escarceo amoroso con una fan es normal que se desilusione, pero si se conforma con una conversación sobre su libro, es lo que tendrá.
Jean Rush toma asiento a regañadientes. Su decepción es palpable, aunque espera que los halagos a su obra le reaviven el ánimo. Toma el ejemplar que hay sobre la mesa, apartando el pringoso sucedáneo de bollería. Confirma que unas pequeñas sombras se han alojado en el rostro femenino del robot que ilustra la portada. Se contiene para no acunar el libro en sus brazos, consolarlo (consolarse) por la dejadez del lector. Se limita a pasar la palma de la mano por encima, pero en vez de atenuar la mancha, la esparce por el torso del robot humanoide.
–Pues dígame, Charlot, ¿qué le ha parecido el libro?
–Es un libro que ha conquistado a miles de personas, y lo entiendo. Ha sido el acontecimiento literario del año. La verdad es que no deja indiferente. Estoy seguro que acabará siendo una película.
Jean Rush asiente a cada frase; está totalmente de acuerdo:
–Me alegra que lo haya disfrutado.
–¿Disfrutado? Yo no he dicho eso.
–¿Disculpe?
–Señor Rush, que su novela haya vendido tanto da cuenta del cociente intelectual de los lectores de hoy en día. Cómo estará el panorama literario para que su refrito ochentero se considere el súmmum de la originalidad. Normal que acabe en película, ¡la mitad de las escenas ya están grabadas! Los Cazafantasmas, Terminator, Blade Runner, Mad Max… Creo que no se ha dejado ninguna en el tintero. Tiene suerte de que lo hayan llamado guiños cinéfilos y no plagio descarado.
–¿Cómo se atreve? Yo he hecho una reinvención del imaginario colectivo. Mis influencias son claras, no lo niego, pero la historia es diferente. Un alegato en contra de una sociedad amoral que convierte a las máquinas en más humanas que nosotros mismos. De ahí que el robot se resista a autodestruirse cuando Harper recita el poema, porque ha comprendido que la muerte no es la solución, que solo si rompe las normas por el bien común logrará la salvación de todos.
–¿Qué salvación? ¡Si en la última página reaparecen los zombis fantasmas que creían ya aniquilados!
–Es la forma de representar que la salvación total no existe, ha de ser una lucha constante…
–Le han pedido una segunda parte, ¿no?
–Sí… Pero eso no quita que el trasfondo de la obra sea ese.
Se hace el silencio. Jean Rush está más abatido que enfadado. Había acudido con la esperanza de una cita agradable y se encuentra con un varapalo a su obra magna. No le apetece permanecer ni un minuto más ante ese viejo desconsiderado, incapaz de entender la simbología de su trama, las dobles lecturas, los personajes atemporales.
–Si ya se ha quedado a gusto soltando su crítica destructiva, creo que me marcho.
–No se vaya todavía. Confieso que detesto Los ejércitos de los robots tecnológicos, pero siento devoción por El apocalipsis de supernova. –Mete la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extrae el ajado ejemplar.
Jean Rush da un respingo. Hace años que no piensa en ese libro. El primero, el más sentido. El que escapó de sus dedos y sus pesadillas para quedar plasmado en unas páginas que nadie leyó. Ese libro que lo fue todo y lo abocó a la nada. Ese libro olvidado que le hizo dejar de escribir durante una década. Que aquel hombre lo rememore, elogiándolo, le parece aún más cruel que lo escuchado hasta el momento.
–Ese libro está descatalogado, ¿de dónde lo sacó?
–De mi biblioteca particular. Me ha acompañado los últimos veinticinco años. ¿Sería tan amable de dedicármelo? –Sus ojos se aniñan. No queda en él rastro de cinismo.
Jean Rush saca su pluma estilográfica. Su letra baila en la hoja en blanco: «Para Charlot». Su mano se derrumba. No sabe qué poner. Llora; por la emoción, por la derrota. La página filtra su nostalgia.
–Señor Rush, imagino que para usted un lector no vale más que medio millón, pero quiero que sepa que aprecio ese libro más que a toda mi biblioteca.
Jean Rush hunde la cabeza entre sus manos y solloza. Cuando es capaz de levantar la vista, Charlot ya no está. El apocalipsis de supernova tampoco. Los ejércitos de los robots tecnológicos ha caído al suelo y unos viandantes distraídos lo patean al pasar.
Otro reto de Insectos Comunes:
Este es otro reto del grupo Insectos comunes, que consistía en inventar una cita a ciegas en la que se contara el final de un best-seller iniciado por otros de los miembros en un reto anterior. En mi caso, he concluido Los ejércitos de los robots tecnológicos, de Chukes Rivers.
Otras citas a ciegas:
- Cita a ciegas con LaRataGris, de Luis Ernesto Molina Carrillo, concluyendo el texto Los Misterios de los Monumentos Ridículos, de LaRataGris.
- Los falsos finales: Lagartija loser, de LaRataGris, concluyendo el texto Pasión y 5 historias de los exquisitos, de Manu LF.
- Matando el tiempo, de Jean Rush, concluyendo el texto 30 años de relojes binarios, de Daniel Centeno.
9 Comments
Wow, me encantó. Me metí tanto en el papel que tus palabras fueron proféticas: lloré. Me has dejado sin palabras y con el sentimiento a flor de piel 😀
¡Qué alivio! Darle un final a la obra de otra persona y, sobre todo, usar su nombre, siempre es una responsabilidad. Me alegro de que hayas quedado satisfecho.
Así es. Es por eso que no me he animado a escribir el final de Daniel, pero es hora de empezar.
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Mira que yo no suelo tener tiempo de comentar en los blogs que visito, pero sentí la necesidad de pararme y decirte que me ha encantado tu texto. Enhorabuena! Biquiños!
¡Oh, muchas gracias! Comentarios como el tuyo me alegran el día. ¡Besos!
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